Hace un par de años fui a una conferencia del maestro Norberto Chaves que cambió para siempre mi visión acerca del trabajo del comunicador. Norberto dijo: “el comunicador no tiene que tener estilo. Si ustedes quieren tener estilo, háganse artistas”. Frase contundente y brillante que hice mía apenas la escuché y que quiero tomar como disparador para este texto.
Todos los años voy al festival de publicidad “El Ojo de Iberoamérica” y me encanta quedarme horas y horas viendo el short list. A veces me sucede que, después de ver varias piezas, puedo descubrir qué agencia la hizo. Le noto la mano, el trazo, la repetición de una fórmula, un “detalle cliché”. Y en ese momento siento que cometieron un error, porque si veo al publicista no veo a la marca, que en definitiva es el verdadero emisor y el único que debería estar hablando.
La profesión del comunicador es una actividad difícil porque nuestro objetivo es pasar desapercibidos. Después de todo elaboramos mensajes que no son nuestros, no los decimos nosotros ni son para nosotros. Sin embargo muchas veces el comunicador (e incluyo a todos los que realizan una actividad proyectiva) se hacen notar abiertamente a través de estilos, fórmulas, teorías, leyes, modas… egos.
Por ejemplo, en publicidad existen muchas leyes o modas: hay que hacer reír a la gente (entonces la actividad del publicista consiste en contar chistes); o hay filmar en blanco y negro y en slow-motion; o hay que utilizar modelos que sean narigones y un poquito freaks; o hay que hacer estéticas kitchs, “babasónicas” u ochentonas; o hay que idear muñequitos 3D que sean super cool e irónicos porque ahora todas las marcas tienen que tener su “Mamá Luchetti”, etc.
Lo mismo sucede cuando un diseñador gráfico se enamora de una tipografia, color, trazo, y se lo quiere encajar a todos sus clientes sin importar que sean petroleras o geriátricos; o cuando un Dircom se “casa” con el universo 2.0 y quiere que todas las empresas del mundo abran su página en Facebook y conversen con sus clientes.
Mi querido Krishnamurti, gran sabio, afirma que “los hombres de buena voluntad no deben tener fórmulas”. Y creo que esto aplica al comunicador, porque como bien dice el otro maestro, Norberto Chaves, “la comunicación es una práctica sin leyes”.
En mis seminarios de comunicación suelo pedirles a los asistentes que me digan cuáles creen que son las claves para realizar una comunicación efectiva. Casi siempre señalan que debe ser “clara” y “empática”. Estos “a prioris dogmáticos” me parecen equivocados porque pasan por alto el hecho de que los objetivos del comunicador son infinitos y por ende no se puede limitar la acción a un puñado de reglas. Por ejemplo, si a mi me contrata un Ministro de Economía para que elabore un discurso para que su audiencia no entienda nada y crea que lo que está diciendo es super complejo, voy a tener que diseñar una comunicación que sea ambigua, plagada de tecnicismos y espantosamente confusa. O si me contrata un líder para marcar territorio en una negociación fuerte con una persona agresiva, la comunicación efectiva va a ser aquella que logre quebrar emocionalmente al otro a fuerza de insultos o prepotencia.
Es decir, la comunicación efectiva no siempre se logra siendo claro, empático y agradable. A veces hay que ser todo lo contrario. Por ende considero que es positivo abordar la práctica desprovistos de prejuicios y estilos. Vuelvo a citar a Krishnamurti: “Una taza sólo es útil cuando está vacía. Una mente repleta de creencias, de dogmas y afirmaciones en realidad no es una mente creativa, lo único que hace es repetir. Hay que desarrollar la capacidad de afrontar las cosas de modo nuevo, de instante en instante.”
Es un desafío difícil porque en nuestro oficio de comunicadores perdura la costumbre de promulgar credos e imponer la fe en dogmas. Pero las soluciones colectivas suelen ser inadecuadas porque nuestra actividad consiste en hacer mensajes artesanales, personales y a la medida de cada emisor, que siempre es único y con códigos particulares.
Una comunicación efectiva se logra cuando nos desapegamos, minimizamos el ego, nos vaciamos de estilo, pasamos desapercibidos y dejamos ver únicamente los códigos del emisor. Es como el oficio de un actor: su trabajo se vuelve realmente maravilloso cuando en el escenario la persona desaparece detrás del personaje, cuando no vemos a un actor argentino de 35 años sino un viejo militar de 80 que vive en la época de los zares.
En la universidad siempre hago un ejercicio para ilustrar este punto: les pido a los alumnos que me digan a qué empresas les gustaría hacerles una campaña de publicidad. Por lo general elijen las mismas: Nike, Apple o Pepsi. Luego les pregunto por qué las eligieron y la respuesta suele ser “porque nos gustan”.
¿Qué es lo que determina ese gusto? Yo creo que por lo general a uno le gusta lo que le conviene, incluso a los masoquistas. Y en este caso la conveniencia está dada por la facilidad. A mis alumnos, que tienen una determinada edad y consumo cultural, les gusta (conviene) pensar una publicidad para Nike porque existe un grado muy alto de correspondencia entre ellos y la marca. Ellos son, en cierta medida, esa marca, tienen incorporados sus códigos, y para hacerlas hablar basta con que ellos mismos hablen. No hay esfuerzo, no hay que ponerse en el lugar del otro, no hay que adquirir nuevos códigos.
Vaciarse es difícil. Más sencillo resulta adueñarse de un estilo y repetirlo. Pero pensemos que un actor que actúa de sí mismo se queda muy rápido sin trabajo: solo puede interpretar un solo tipo de personaje: a él mismo. Y esto es peligroso si uno quiere ganarse la vida actuando o haciendo comunicación, que es casi lo mismo.
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